Durante medio año hemos examinado la isla bajo el lema de "Donde Mallorca es más alemana". Y semana a semana resultó más evidente: ¡Estamos (casi) en todas partes! El hecho de que esto a una le asuste, pese a ser uno misma alemana, ilustra con precisión lo que los

sociólogos llaman el síndrome de Marco Polo: Gustamos de ser los únicos extraños entre hordas de nativos, porque tan solo así son posibles las experiencias auténticas y la integración absoluta. Entre los alemanes en Mallorca, este síndrome parece muy extendido. Da igual adónde llegábamos en el transcurso de la serie y con quién hablábamos, la mayoría de los interlocutores se distanciaban inmediatamente de "los alemanes". Así, por ejemplo, se nos explicaba que si bien se acudía a un curso de baile de salón con participantes alemanes, el círculo de amistades era netamente mallorquín. O que las compras se solían hacer en la tienda mallorquina y que era pura casualidad que en este instante se estaba haciendo la fila en la caja de Lidl. Una y otra vez escuchamos frases como: esto aquí no es tan alemán como se piensa, aquí hay también inmigrantes de otras nacionalidades, aquí la isla aún es muy auténtica. Tan solo el vendedor turco-alemán de Pere Garau se enorgullecía de ser alemán, valoraba las virtudes alemanes y apreciaba a los clientes alemanes. Habrá puesto mucha atención en el curso de integración, cabría bromear. Pero en serio: Si nuestros conciudadanos turcos en Alemania acentuasen constantemente lo bien que están integrados y el hecho de que hablen con fluidez dialectos como el franco o el sajón, nos parecería risible. Otro tanto pensarán los mallorquines. Matías Vallés, columnista del "Diario de Mallorca", alguna vez dijo: de nada sirven vuestros intentos de integración porque los mismos mallorquines son un batiburrillo que no se integra. ¿Por qué no aceptamos, por tanto, que nosotros somos los alemanes? Al fin y al cabo, esto no excluye que algunos tengan más amigos nativos o lleven más tiempo aquí o hablen mejor el mallorquín que otros.