De una manera inquietante, las ­terribles noticias de los naufragios en el Este del Mediterráneo nos son a la vez cercanas como ajenas. Pese a que posiblemente estemos mirando por la ventana y veamos el mismo mar, las imágenes de la televisión poco o nada tienen que ver con Mallorca. Por lo menos de momento.

También a Mallorca, de cuando en cuando, llegan embarcaciones con refugiados, pero son pequeñas pateras y muy pocas. Todavía mantenemos la cuenta. No se tienen noticias de grandes naufragios como aquellos ante las costas italianas. Esto se explica con el hecho de que Argelia, el país del norte de África que se encuentra enfrente de Mallorca y aún es relativamente estable, vigila sus costas y también con que la gigantesca crisis humanitaria que empuja a cientos de miles de personas al mar está teniendo lugar al Este: la guerra de Siria, el colapso de Libia. Otros refugiados que vinieron en pateras y que viven en ­Mallorca más bien provienen de la África negra y llegaron a Mallorca pasando por Canarias y Andalucía.

Y, sin embargo: es el mismo Mediterráneo. El Mare Nostrum es un espacio de continuo intercambio en el que las transformaciones tarde o temprano afectan también a las regiones y los países colindantes. Ello es así desde la perspectiva histórica, pero también desde la más cortoplacista del presente: violencia y terror, desestabilización y desesperación se expanden hacia el Oeste pasando por Libia y Túnez.

Es una ilusión creer que Mallorca, que Europa puedan continuar siendo islas de la calma y del bienestar de seguir así. No es este el lugar para discutir cómo reaccionar a semejantes desafíos. Solo una cosa: aislarse del sufrimiento no solo es amoral, sino imposible. Nosotros, en la rica y pacífica Europa, tendremos que acoger a mucha más gente, tendremos que compartir mucho más bienestar. También en Mallorca.