No, el nuevo año no ha comenzado nada bien. En la plaza de Sultanahmet un terrorista suicida ha arrastrado consigo a la muerte a doce turistas, diez de ellos alemanes. El atentado es uno más en una ya larga, sangrienta y estremecedora serie de ataques al turismo en el Este del Mediterráneo, en Turquía, en Egipto, en Túnez.

Es de suponer que detrás de ellos no hay una única mano negra, pero tampoco se trata de ataques fortuitos. El trasfondo son consideraciones estratégicas. Los islamistas se proponen perjudicar a las respectivas economías, espantándoles su con frecuencia principal fuente de ingresos, los turistas. Unos pocos, crueles atentados, en lo posible en contra de nacionales de aquellos países que se enfrentan con especial determinación al Estado Islámico, y los visitantes ya no volverán. Y con ellos se retirarán también los turoperadores, las compañías de cruceros, los grupos hoteleros (mallorquines). De esta manera, en los países atacados aumenta la crisis social, el conflicto se agudiza ulteriormente y cada vez más personas se ven obligadas a tomar partido en la lucha final - sí, así lo ven ellos - por el dominio del mundo.

Y hay algo más. Al igual que caricaturistas y juerguistas parisinos, los turistas simbolizan para los islamistas todo aquello que odian: el éxito económico de sociedades del ocio que para muchos jóvenes en el mundo árabe serán para siempre un sueño; la emancipación de la mujer, que se hace tan evidente en la playa; la apertura de mentes que tan solo hacen posible los viajes, el interés por otras culturas, la libertad.

Son ellos contra el resto del mundo, y los infieles como nosotros hemos de ser exterminados. No hace falta detallar lo amenazante que resulta este escenario también para Mallorca, esta pequeña isla vacacional en el Mediterráneo. No, 2016 no comienza nada bien.