Hay cosas en la vida que exigen apretar los dientes y hacer de tripas corazón: el primer maratón, la tesina de fin de carrera o, en Alemania, el segundo examen de Estado. El sentido común indica que la relación entre el esfuerzo requerido y la recompensa prometida en estos casos parece adecuada y sensata. Las oposiciones con los que en España se aspira al empleo público (pág. 4-5) definitivamente no forman parte de ellos. Autoflagelarse durante años no se justifica, menos aún habida cuenta de que las oposiciones conllevan toda una serie de fenómenos negativos que no deberían tener un sitio en un país moderno y democrático.

Para empezar, ahí está la falta absoluta de igualdad de oportunidades, lo que encima se vende como garantía de una neutralidad absoluta. No cabe duda de que en un examen de conocimiento con respuestas muy precisas no sirven ni enchufes ni apellidos. ¿Pero quién cuenta con las posibilidades financieras de pasar dos o incluso cinco años preparando el examen si no tiene padres pudientes, o al menos no pobres, que mientras tanto puedan asegurar el sustento? El hecho de que entre los opositores entrevistados no haya habido hijo de inmigrantes seguramente no es ninguna casualidad. Que el conjunto del servicio público, desde los simples funcionarios hasta los médicos y jueces, no sea en absoluto una muestra representativa de la población, sino que - sobre todo en los niveles más altos - predominen las clases

medias y alta, es otro inconveniente.

Y aún más preocupante debería ser que este aparato estatal solo lo formen personas que de tanto estudiar parecen haber perdido el contacto con el mundo exterior y también un poco con la realidad. Por supuesto que hay muchos buenos profesores, médicos y ­jueces, a pesar de las oposiciones. Pero también los habría derogando este anticuado proceso de selección basado en la mera memorización de cláusulas y fórmulas, probablemente incluso más.

¿Por qué entonces, en el sentido literal de la palabra, no se forma una oposición a las oposiciones?