Con frecuencia, no lo tenemos presente: Esta pequeña isla, que en coche de un extremo a otro se atraviesa en una, dos horas y que tan solo cuenta con 850.000 habitantes, esta isla es una potencia turística mundial. Las cadenas hoteleras mallorquinas como Meliá, Riu, Barceló e Iberostar son global players, actores globales, que tras el Caribe ahora también toman cada vez más posiciones en Asia (páginas 4-5).

Ello, de entrada, impone mucho respeto: en cuestión de dos generaciones, los Escarrers, Rius, Barcelós y Fluxás han sabido, en el sentido literal de la palabra, sacar capital del turismo en su isla. Y han vuelto a invertir sus ganancias para crecer aún más. Hoy estas familias dirigen grupos internacionales con decenas de miles de empleados y cientos de hoteles, algunos de ellos gigantescos. Y siguen expandiendo. Si

esto no es una historia de éxito empresarial, ninguna otra lo es.

El hecho de que a estas cadenas hoteleras no se les pueda congratular de manera irrestricta por ello tiene que ver con que no siempre parecen conscientes de su responsabilidad social y ecológica. Por una parte, ahí están las condiciones laborales en el negocio hotelero mundial: estas cadenas también han crecido tanto porque se han beneficiado del bajo nivel salarial de países como República Dominicana, donde haitianos míseramente pagados levantaron con velocidad de vértigo los hoteles de lujo. También aquí en Mallorca, recepcionistas profesionales con varios idiomas su haber con frecuencia no ganan más de 1.000 euros al mes. Y, por otra parte, estas cadenas contribuyen a la locura ecológica de tapiar con sus hoteles hasta el último rincón virgen del planeta.

That´s the name of the game, así es el juego del libre mercado. Es cierto. Quién se atreve a criticarlo en una isla que de manera directa o indirecta en un 80 por ciento de su PIB depende del turismo. Y aun así queda cierto desazón moral.