Es bien sabido que los españoles - digamos simplificando que los mallorquines forman parte de ellos - gustan del buen comer. A pocas cosas le tienen tanto aprecio como a una extendida comida, si es posible en casa de la madre, y de poco desconfían tanto como de la costumbre de tan solo comerse un bocadillo en la oficina. Es maravilloso cómo en el mercado clientes y vendedores debaten ampliamente las ventajas de tal o cual tipo de jamón o tomate. También la pregunta de dónde se cena especialmente bien puede dar lugar a una larga conversación, más aún con una oferta tan amplia. Y sí, la dieta mediterránea es fantástica, aunque esto no necesariamente se vea en los muchos niños con problemas de sobrepeso que se alimentan con productos industriales (también esto una realidad).

¿Dónde situar en este contexto el continuado avance triunfal de una máquina de cocina alemana de nombre ­Thermomix? Pese a su alto precio, este milagroso artefacto culinario pronto se encontrará en una quinta parte de los hogares españoles. Aspectos técnicos al margen, antes que nada, es un utensilio de cocina como otros también. Facilita la elaboración de alimentos al igual que lo hace la batidora o el colador. También los profesionales usan una Thermomix. Ahorra esfuerzos. Nada que objetar al respecto.

Sin embargo, una gran tradición culinaria como la española se ha de cuidar también, y a este respecto, a la larga, el robot de cocina podría tener consecuencias desastrosas. Convierte un conocimiento transmitido por generaciones y generaciones en un procedimiento en el que se introducen en una pantalla números y letras. Ya no hay niños que puedan remover las ollas o amasar una masa. Ya nada burbujea o humea, solo se escuchan pitidos. Esto es muy práctico, pero también se arriesga perder mucho si no se utiliza- como tantas otras cosas - de una manera consciente.