Si los conservadores llegan al poder en Mallorca, construyen autopistas. Si la izquierda asume el Gobierno, invierte en el transporte público. Esta, al menos, es la conclusión que se desprende de las pasadas legislaturas. Y dado que el cambio de poder con frecuencia tiene lugar cada cuatro años, también se suelen echar atrás los proyectos impulsados con anterioridad.

¿Quiere decir esto que los autobuses y los trenes son medios de transporte malqueridos por el Partido Popular que gobierna desde 2011? Su relación, con el transporte público, en todo caso, es harto prosaica: los políticos del PP calculan hasta el último céntimo cuáles trayectos resultan rentables con qué frecuencias y con tal de evitar pérdidas en la cuenta de resultados asumen una caída en el número de pasajeros.

No solo en épocas de crisis presupuestaria esto tiene sus ventajas. Se han de encontrar todos los potenciales de ­ahorro y examinar todas las fuentes adicionales de ingreso. Al fin y al cabo, aquí de lo que estamos hablando es del dinero de los contribuyentes. Por ello, resulta inaceptable también que se pierdan importantes ingresos debido al gran número de pasajeros que viajan sin billete. Los actuales cambios en las máquinas automáticas y los tornos de acceso y salida crean un fundamento para futuras inversiones. Solo si el sistema funciona bien y de manera transparente se puede ampliar.

Para esto último, sin embargo, a los conservadores les hace falta visión. La política de transportes no se ha de limitar a reaccionar a la demanda sino que es un instrumento de diseño social, una posibilidad de convencer a los insulares, tan obsesionados con el coche, de recurrir a autobuses, trenes, metro y hasta al tranvía. Si lo que se pretende es lograr que los que utilicen el transporte público no solo sean aquellos que carecen del coche, la política tiene que adelantar una oferta. Y para esta estrategia se requiere tanta capacidad de cálculo como visión.