Se le podría llamar también el blues del todo incluido, esa sensación entre hosteleros y negociantes en las zonas turísticas de Mallorca de que los visitantes ya no son lo que solían ser. Vienen y miran, pero dinero dejan poco o nada. Se aprovisionan en el hotel. La culpa la tiene el todo incluido: sin estas malditas pulseras de colores, se dice, todo volvería a ser como antes. Para luego sentenciar: ¡El todo incluido se tiene que prohibir en Mallorca!

Sin duda, los excesos de este modelo de negocio pueden ser devastadores. Al fin y al cabo, el encanto de Mallorca radica también en su tradición gastronómica, en su vibrante marcha nocturna y en el encanto de sus cafés con vista. Un monocultivo turístico no solo menguaría el atractivo de la isla como destino vacacional, sino que también quebraría a muchos pequeños empresarios.

Y, sin embargo, sería un error la prohibición, aunque solo sea porque afectaría a todos los tipos del todo incluido. Desde hace tiempos existen modelos de cooperación que incorporan a los negocios del entorno. Y si los turistas a los que se pretende captar son los indicados, pese a que se les mime en sus hoteles, también dejarán dinero fuera.

Además, tal y como resulta cuestionable la oferta del todo incluido, también algunos hosteleros han de dejarse preguntar si su relación calidad-precio es la correcta y su oferta realmente competitiva. Los turistas que comen fuera no solo quieren pizzas y patatas, y sobre todo con niños en la mesa más de una comida o cena puede costar un ojo de la cara. El todo incluido no tiene la culpa de todos los cierres.

En vez de una prohibición, el legis­lador más bien debería fomentar la oferta local y así estimular la competencia y además ganarse a los grandes turoperadores. En Mallorca, los turistas suelen ser reincidentes: quien una vez haya disfrutado de la oferta por fuera del hotel, en su próxima reserva ya no querrá todo incluido.