A l final, un hombre yacía muerto en su coche. Todo indica que José Luis Barbero se tomó la vida. Semanas antes, defensores de los derechos de los animales habían publicado en Internet un video en cuyas imágenes un hombre maltrata a los delfines en el Marineland mallorquín. Podría tratarse de Barbero. El filme abre muchos interrogantes que siguen sin respuesta. ¿Por qué se publica tan solo ahora, cuando las imágenes, al parecer, son de años atrás? ¿En qué contexto se grabaron? ¿El entrenador de delfines, sencillamente, tuvo un mal día, o es que los animales son siempre adiestrados de esta manera para el espectáculo? Todo ello no hizo mella en la difusión del video: desde entonces, ha sido visto cientos de miles de veces en Youtube. También en Estados Unidos, donde Barbero, en la cúspide de su carrera profesional, debía asumir un nuevo puesto, un cargo que, debido al escándalo, de repente ­peligraba. El exitoso entrenador de delfines -no hay muchos de ellos- se había convertido en una persona non grata, zarandeada y golpeada virtualmente por protectores de animales de todo el mundo. Y todo ello por unas cuantas imágenes borrosas.

Lo sucedido demuestra cómo estos tsunamis de la indignación de las redes sociales pueden destruir a un ser humano. Y llama a gritos a la autocrítica. Por parte de nosotros, los medios, incluido el ­Mallorca Zeitung, que, con tal de aumentar los clicks difundimos de manera demasiado ligera y sin suficiente comprobación esta suerte de informaciones. Por parte de Aspro Parks, el durante años empleador de José Luis Barbero, que durante semanas gestionó pésimamente la crisis. Y por parte de los mismos protectores de animales que en su ímpetu, con una frecuencia que asusta, optan por un tono cuanto menos misántropo. Hay buenas razones para luchar por el final de los delfinarios, pero también algunas para mantenerlos abiertos. Esto se puede, se debe discutir. Pero no de tal forma que al final un hombre yazca muerto en su coche.