Hace ahora 13 años el Govern balear creó un oficina para enfrentar el cambio climático. Entonces, todo el mundo hablaba del protocolo de Kioto, y la directora encargada de este departamento por el entonces presidente Jaume Matas debía controlar el cumplimiento de estas directrices en Baleares. La jurista, ajena al tema, anunció campañas de sensibilización, prometió mejorar la comunicación entre las consellerias y depositó sus esperanzas en el gasoducto hacia la Península entonces todavía en fase de planificación. En resumen: la oficina fue una hoja de parra en políticas medioambientales. Su política fue intrascendente.

Después de 13 años durante los que Mallorca siguió apostando casi exclusivamente por el transporte particular y la central de carbón, ahora se vuelve a tomar impulso a través del proyectado Institut Balear d'Energia. Esta vez, se pretende que no todo quede en palabras bonitas: prohibición de vehículos diésel, disposiciones para instalaciones fotovoltáicas, cierre de la central térmica. Tras recoger muchas ideas, la conselleria de Energía ha lanzado un muy ambicioso plan (págs. 4-5). Es una tarea titánica: el borrador de la ley supone un giro de 180 grados en la política energética de Mallorca y el Govern balear tiene que enfrentar el viento en contra que sopla desde Madrid. Además, los objetivos marcados hasta el año 2050 parecen contradecir la experiencia política en las islas, según la cual lo que en cuatro años no se materializa suele sacrificarse con el cambio de legislatura.

Claro que ante semejantes obstáculos mayor será el mérito en caso de salir adelante este proyecto. Si la ley se aprueba a pesar de la masiva oposición del sector automovilístico y encima sobrevive las elecciones autonómicas del 2019, Mallorca podría volverse una modélica isla verde. Cuando la política genera visiones a largo plazo, en vez de improvisar y buscar el éxito rápido de las urnas como con tanta frecuencia sucede, merece todo nuestro respeto y apoyo.