Vaya griterío que ha sido a lo largo de los últimos meses! ¡Cómo presagiaban el final del mundo mallorquín los hoteleros, empresarios y políticos, pero también algunos comentaristas en caso de que se llegara a introducir el impuesto turístico! Ahora ha sucedido y vean ustedes: La inmensa mayoría de los turistas pagan el tributo sin rechistar, su gestión en las recepciones de los hoteles prácticamente no da problema e incluso la ruidosa prensa sensacionalista alemana, a diferencia de lo sucedido hace 15 años, se muestra notablemente comedida. ¿Y por qué habría de ser de otra forma? Es, sencillamente, razonable y sensato hacer participar financieramente a los visitantes del mantenimiento de su destino vacacional, y no solo de manera indirecta, a través de la facturación, el impuesto de sociedades o los puestos de trabajos, sino a través de un impuesto a la pernoctación que se destina directamente a Hacienda. Los turistas gastan recursos. Protegerlos y ­renovarlos es competencia de la mano pública. Y para eso necesita dinero.

Es posible alegar que es demasiado temprano para juzgar si la gestión de este impuesto realmente funcionará. Que la gran disposición de pagar un tributo por una vacaciones en Mallorca solo se explica por lo negro que pinta la situación en otras partes del Mediterráneo. Que, a la larga, la competitividad de la isla sí se verá menguada, más aún si ahora los turistas británicos han de bregar con la depreciación de la libra. Y que aún sigue sin haberse definido con exactitud a qué se dedicará la recaudación.

Sí, es posible alegar todo esto. Pero también es posible no hacerlo. La introducción de un nuevo impuesto requiere cierto rodaje; su destinación aún se determinará en detalle; y nadie de nosotros cuenta con una bola de cristal para prever cómo será este mundo cada vez más inseguro dentro de unos años. Así que los adalides del libre mercado bien podrían relajarse un tiempo en sus sillones, confiar en esta isla y alegrarse de que el impuesto turístico se haya introducido sin mayores percances.