Veamos: ¿Qué es más grave, ¿un parque fotovoltaico en el idílico paisaje de Mallorca o una central que quema carbón traído desde África? Quien dude y quiera empezar su respuesta con "Sí, ­pero €" probablemente será uno de aquellos ecologistas que se dedican de manera parcial a la protección del paisaje y la fauna local e ignoran los problemas energéticos, como si el cambio climático nada tuviera que ver con Mallorca. Estamos hablando de una isla en la que más del 97 por ciento de la energía generada se produce con combustibles fósiles.

La cifra es tan dramática, y los avances de los años pasados son tan lentos, que es hora de ceder y dar una sonora y decidida

bienvenida a los grandes proyectos fotovoltaicos de Manacor y Llucmajor. Desde luego que se puede despotricar contra el gobierno central - el enemigo favorito de los econacionalistas de Mallorca - por su equivocada política energética y el llamado "impuesto al sol" que frena las

instalaciones ­fotovoltaicas en tejados particulares. Desde luego se puede protestar contra el oligopolio de los gigantes energéticos. Y desde luego que se puede exigir la instalación de parques fotovoltaicos en antiguas canteras o en polígonos industriales. Pero todo ello no es suficiente o no tiene sentido. Mallorca tiene que responder a la pregunta de si ahora aprueba grandes parques fotovoltaicos y da una oportunidad al sol o se queda por muchos años con una mezcla energética no solo vergonzosa, sino también cara.

Por lo demás, quién apuesta por una naturaleza virgen en Mallorca no ha entendido el concepto de paisaje cultural. Las laderas de la Tramuntana las atravesan los marges, el Pla de Sant Jordi está lleno de molinos de viento y los olivos y almendros de Mallorca son una consecuencia de la intervención humana en el paisaje. En este contexto debería resultar todavía más fácil elegir entre módulos solares que se instalan de manera temporal entre almendros y ovejas y una central térmica de carbón.