El "Ballermann" seguirá siendo lo que es
Visto con mirada sobria, el „Ballermann“ no es un lugar bonito. Menos en verano. El sol quema, huele a vómitos y lejía y el mar es una sopa caliente mezclada con crema solar y quién sabe qué más. Visto sobriamente, el „Ballermann“ no existe. Porque la playa de Palma es mucho a la vez: un lugar de vacaciones y de residencia. Con escuelas, iglesias, edificios administrativos e oficinas. Hoteles y bares. Circulan autobuses y coches. Con personas que necesitan ganar dinero y con otros que se están forrando. Y con quienes buscan unos días de diversión, relajación o, simplemente, un poco de sol.
Visto con mirada sobria, el „Ballermann“ es un invento genial. Un trozo de playa en la costa mediterránea alrededor del cual se creó un mito propio. Una pantalla de proyección para cualquier concepto de lo que pueda ser la libertad y de dónde termina. Un ejemplo clásico de lo que puede llegar a ser el turismo y de lo que nunca debería llegar a ser. Y un lugar –por mucho que nos resistamos– donde se define la imagen propia y ajena de lo que son los alemanes. El „Ballermann“ tiene su propia estética, su propio lenguaje, sus propios artistas. Es un mundo de fantasía, promocionado por empresarios y medios de comunicación alemanes. Pero no es real. Y por eso todas las reglas de comportamiento, códigos de vestir y cafés pintados de blanco no cambiarán nada de la noche a la mañana. Mientras la imagen en nuestras cabezas –nos guste o no– sea más potente que la realidad, el „Ballermann“ seguirá siendo lo que es.